Los
Soldados
Cuando llegué a Las Choapas en 19.. como
ingeniero de Pemex, se estaba explorando y se iniciaba la explotación del campo
petrolero “Los Soldados”. Ya estaba abierto un camino y se construía su
prolongación que llegaría hasta la carretera nacional Puerto
México-Villahermosa. Después de un pequeño puente el camino daba una vuelta en
“S”, para librar un banco de préstamo de grava que se utilizaba para el
revestimiento del mismo. La explotación del banco de material y el
revestimiento del camino, estaban a cargo de una compañía constructora. Para evitar
malos manejos en el conteo de los camiones que transportaban el material, el
ingeniero en jefe decidió que se obtuviese el volumen extraído y transportado,
por medio de un trabajo de topografía. El “banco de préstamo” medía unos ciento
cincuenta por ciento cincuenta metros y para cubicar el volumen extraído era
necesario hacer levantamientos topográficos periódicamente.
Me encargaron a mi del trabajo y me
dio el jefe un topógrafo y una cuadrilla de cadeneros y ayudantes para hacerlo,
además de una camioneta.
El ingeniero topógrafo que me
asignaron era un hombre “grande” de unos cuarenta y cinco años, que no se
acordaba de sus clases de topografía si es que las había cursado, porque no
sabía nada: No podía ni llevar su libreta de registro. Tuve que hacer todo el
trabajo y el ingeniero topógrafo me tomó una estimación rayana en la idolatría,
pues nunca mencioné su ignorancia. Para evitar retrasos en el pago de las
estimaciones y por consiguiente del trabajo de construcción, el ingeniero en
jefe me ordenó hacer levantamientos semanales que nos tomaban dos días de arduo
trabajo en “el campo” y otros tantos en el gabinete. En esa época no había
computadoras y todos los cálculos teníamos que hacerlos a mano o con máquinas
mecánicas.
Los trabajadores de la brigada,
cadeneros y peones, llevaban sus itacates y comían regularmente, a veces nos
invitaban y otras no. Al final de la jornada el Ingeniero (al que llamaré A*) y
yo, comíamos en un jacal cercano de cuyo dueño nos hicimos “amigos”. En
realidad era más que un jacal pues tenía “sala-comedor” y unos dos dormitorios,
todo hecho de troncos de palmera y el techo de “palma de guano”, que lo hacían
fresco; por supuesto no había baño y para refrescarnos nos llevaban agua limpia
y hacíamos nuestras abluciones en una batea de madera que nos proporcionaban
para el caso. La casita estaba a unos cien metros de nuestro trabajo en medio de
una selva virgen, pues ya pardeando se oían los cantos de pájaros raros:
guacamayas, loros y a veces el aullido de los coyotes. Nos daban guisos
rústicos y procuraban tenernos carne, generalmente de caza, que ellos casi
nunca comían; muchas veces comimos carne de loro (muy dura y negruzca) y de tepezcuintle, especie de cerdo montaraz de carne delicada.
El dueño era un indígena de unos cuarenta años y su señora parecía una mujer
mestiza, pues era de rasgos finos; tenían dos hijas, la mayor de unos
dieciséis años, morena y guapa. Todos eran muy aseados y aunque vestían ropa
humilde, esta siempre estaba limpia; hablaban un español algo costeño y pobre,
pues “no tenían escuela”, según decían. Había alrededor del jacal, en medio de
la selva, un huerto sencillo y mal
cuidado, en donde el señor “cultivaba” mangos, limones, naranjas etc.
Como tengo dicho el ingeniero A* se
mostraba muy deferente conmigo y eso lo notaron los dueños de la casa o jacal,
pues me daban el trato de “señor ingeniero”.
Por esa época yo pretendía a una
señorita muy linda que trabajaba en las oficinas de Pemex y que se mostraba
esquiva conmigo. Ella cada semana trabajaba tiempo extra en algunos días y
salía de las oficinas un poco tarde: a las seis o siete de la noche. Como a esa
hora ya no había transporte de las oficinas al pueblo que distaba unos cinco
kilómetros, yo, con el objeto de entablar plática con ella, me había ofrecido a
llevarla en la camioneta que la empresa me había asignado. Invariablemente se
negó a aceptar mi propuesta. Se me ocurrió enviar al ingeniero A* para que la
llevara y éste aceptó mi petición de muy buena gana, pues como tengo dicho me
tenía en gran estima. La joven, mi pretendida, accedió aun a sabiendas de que era yo el que
le mandaba el vehículo. ¡Me daba esperanzas!
Una tarde, no muy calurosa, aunque
ya había pasado la temporada de nortes, había pedido al ingeniero A* que fuera a
recoger a la bella doncellita de Pemex de la que estaba enamorado, que me tenía
aprisionado. Quedé solo reposando la comida y le pedí a nuestro anfitrión
alguna fruta, me contestó que no tenían a la mano ninguna, pero que fuera con
su hija mayor a recoger lo que quisiera de su huertecito. Salimos la joven y yo
por un senderito bordeado de matojos altos hasta “el huerto”. Ya había caído la
tarde, estaba medio oscuro y refrescaba; ella llevaba un cesto y un banquito.
Nos detuvimos junto a un árbol de naranjas y me preguntó que si era eso lo que
quería, le dije que sí y se subió al banquito para cortar la fruta, me pidió
que la sostuviera pues el banco se movía, así que la tomé por la cintura y ella
empezó a cortar la fruta. Al sentir su cuerpo firme y elástico, mi condición de
hombre reaccionó y luego al sostenerla para que bajara del banco, tuve que
asirla por los muslos; no resistí la tentación y metí mis manos por debajo de
su falda, sus muslos desnudos eran firmes y tersos, propios de una mujer
trabajadora y joven. Ella se dio cuenta de mi turbación, pero lejos de tomar a
mal mi atrevimiento noté que le gustaba y la excitaba, pues estaba trémula y se
le dibujaba una sonrisa nerviosa. Quedamos frente a frente; tenía ella los
labios entreabiertos y sus ojos entornados eran una invitación irresistible: su
rusticidad la adornaba y la soledad, la calidez del ambiente y los murmullos de
la selva, se prestaban para caricias más íntimas.
Iba a besarla cuando la imagen de la
bella de quien estaba enamorado se dibujó en mi mente: sus ojos negros, grandes
e inocentes, su nariz fina, sus pestañas sedosas y en fin toda ella, me exigían
otro comportamiento. Aparté a la joven campesina con fingida indiferencia, le
di el cesto con la fruta y juntos la llevamos al jacal; aunque se notaba un
poco contrariada no hicimos ningún comentario ni ella ni yo. Cuando me senté a
la mesa, satisfecho de mi proceder, sonaba en mi mente una melodía de la quinta
sinfonía de Tchaikovsky que era el tema musical de
una película que años antes me había emocionado mucho, pues trataba de un joven
rico que sedujo a una muchacha pobre a la que después abandonó: Se llamaba el
film “Flor de durazno”.
Al poco rato llegó el ingeniero A*
que me informó del encargo que le había dado: Todo resultó muy bien y mi “amor”
me mandaba saludos y las gracias.
Me sentí fuerte e íntegro y la bella jovencita a la que pretendía, con el tiempo llegó a
ser mi esposa y madre de mis hijos.
AGR mayo de
2010
AGR mayo de 2010